Martes, 11 de Noviembre de 2008
Dimos otra vuelta más a Rouen por la mañana antes de marchar. Habíamos tenido la ocasión de disfrutar de sus calles la noche anterior, y nos habíamos quedado con las ganas de verlo de nuevo todo con la luz del día… y mereció la pena, la verdad.
Con la impresión dejar atrás la ciudad más bonita desde que salí de Madrid, nos acercamos a la Abadía de Le Bec (Le Bec-Hellouin), remanso de paz y tranquilidad en la cual la torre de San Nicolas emerge sólida. Está situada en un pueblo diminuto (no debe llegar a 500 habitantes) por el que pudimos pasear apaciblemente, y es que el tiempo (estábamos teniendo una suerte del carajo) acompañaba para esparcirse. Los pocos ábades que queden por aquí tienen que darse la vida padre en este entorno.
Tras abandonar Le Bec nos dirigimos a Alençon, ciudad mediana, unos 30.000 habitantes, y que contaba con el palacio de justicia, ayuntamiento y demás todo junto, por lo que apenas paramos a estirar las piernas unos minutos para ver los alrededores.
Domfront fue el siguiente destino, donde aprovechamos para parar un rato, pasear por el pueblo y buscar un parquecito apacible para comer, aunque pasamos un poco de frío.
Ahora sí íbamos algo más rápido ya que queríamos llegar a las cercanías del Monte de Saint-Michel con luz natural…y mereció la pena. Ver la silueta recortada del monte sobre las aguas del Atlántico impresiona. Se trata de una abadía (en honor a San Miguel, el de las cervezas) que está levantanda sobre una isla a la que las mareas bajas permiten llegar a pie y las altas "aislan" el peñón (aunque hoy en día, la carretera elevada permite el acceso siempre).
Luego, dentro de la fortaleza, las callejuelas empedradas son un centro comercial puro y duro, lo que le hace perder el encanto. La parte superior de la misma es una iglesia a la que (por suerte para mí) llegamos tarde para poder visitar.
Finalmente llegamos a Saint-Maló para buscar sitio para pernoctar. Se trata de una villa costera, ya en la región de Bretaña, con una porción amurallada (intramuros). Por suerte dimos rápido con un hostal apañadito y ajustado de precio, bastante céntrico además.
A pesar de ser una población muy turística, a eso de las diez de la noche estaba todo prácticamente cerrado y encontrar algún sitio para cenar fue imposible. Con regocijo por mi parte tuvimos que recurrir a un puesto callejero de crepes dulces (de chocolaaaaaaaaaaaate) y dejamos la visita del grueso de la ciudad para la jornada siguiente que prometía ser maratoniana.