Este fin de semana pasado viajé a Sevilla con la Peña Bética de Valdemoro. Salimos el sábado tempranito… muy tempranito… inhumanamente pronto, no estaban ni las calles puestas aún. A las siete de la mañana salía el autobús (sí, en autobús a Sevilla, una tortura china) en pos de cruzar despeñaperros y llegarnos a la Ciudad del Betis. Tan solo una paradita para desayunar, a mitad de camino, y hacia la una del mediodía llegábamos a la ciudad de luz y leyenda.
Allá me esperaban mis primos, Ángel y Mónica, expléndidos e inmejorables anfitriones. Nos dirigimos en seguida a Umbrete, la ciudad del mosto (así reza en el cartel de bienvenida al pueblo) donde comimos, en plena terracita, en Febrero… ¡¿no es un lujazo?!
Por la tarde hicimos tiempo cacharreando y por la noche otra vez a cenar por ahí, ¡qué delicia el secreto ibérico, madre mía!
Tengo claro que me encanta Sevilla, pero no podría vivir allí, pesaría 200 kilos a base de tapa y tapa y, pasando Semana Santa, moriría de calor, una pena.
El domingo me despedí de mis primos prometiendo volver pronto (es una amenaza) y me uní de nuevo a la espedición valdemoreña que salían de ver como el Betis B caía derrotado ante la Balompédica Linense. Comimos en las "cercanías" del Benito Villalopera y luego asistimos al Real Betis – Deportivo de La Coruña que, mejor olvidar.
La vuelta en bus otro suplicio, item más con el varapalo del partido. A las 3 de la mañana llegaba a casita, a la cama que hay que madrugar.
Una paliza que mereció la pena, yo, vuelvo, pero en AVE. Digo.